«La moral utilitarista contemporánea»

Los planteamientos utilitaristas, amalgamados con un pensamiento de estirpe calvinista, va dando paso al surgimiento de un derecho que nada tiene que ver con la expresión cultural originaria de Occidente, sino con la Carta de las Naciones Unidas, las expresiones de sus agencias, o los tratados internacionales suscritos por los diferentes países. De allí la importancia de que nos detengamos en esta filosofía de vida, que también ha dado pie al gnosticismo, relativismo y nihilismo que parecen haber penetrado todos los ámbitos del saber y de un acontecer social que desborda las fronteras geográficas.

Según Hobbes y Bentham, la naturaleza humana está impulsada por un motor: el placer, el bienestar. La inteligencia sólo sirve para diseñar medios para aumentar el gozo; la voluntad sigue sus pasos. Reduce el utilitarismo al hombre al más estrecho estado de egoísmo, pues la razón es sólo una servidora de la sensibilidad; la voluntad no es libre, sino esclava del placer. Las diferencias en la conducta de los hombres las explican por las diferencias en esas sensibilidades. Pero el hombre es algo más que un calculador de goces: conoce el deber, obra con conciencia y libertad, y no tiene derecho a todo, como predicaba Hobbes. La historia nos reprueba esta idea, porque, de lo contrario, jamás podríamos establecer si una acción es mejor que otra. Por eso, el utilitarista desconoce los fueros de la razón; no le concede más libertad que la de servir a la sensibilidad, con lo cual no se podría establecer diferencia entre lo bueno y lo malo. Sin embargo, al utilitarista no le queda más remedio que razonar, hacer uso de la razón, cuando presenta sus ideas. Pero si razona, se contradice, pues la razón no tiene fueros distintos a la sensibilidad.

En cambio, nosotros afirmamos que lo bueno y lo malo es distinguido por el ser humano no sólo en el orden natural sino en el moral. El orden natural consta de funciones y reglas independientes de la voluntad humana. El orden moral, en cambio, consiste en la dirección y carácter que la voluntad imprime a la conducta humana.

De los anteriores dos órdenes, el superior es el moral, aunque hay relaciones íntimas que los vinculan. Por ejemplo, entre la unión libre y el matrimonio, media el hecho bueno de que ambos estados sirven para la propagación de la especie. Pero entre uno y otro, la organización matrimonial parece superior en el bien que aporta, porque ésta tiende a ser más estable y a que la pareja tenga una mayor noción del deber y la cooperación. Ahora bien, el libertinaje y la prostitución introducen relaciones casuales, no propician la estabilidad, ni mejoran los vínculos familiares y sirven muy mal a la propagación de la especie. Todo esto se entiende de manera natural, si nos despojamos del relativismo moral adquirido de los utilitaristas y nos atenemos a lo que una razón de orden superior parece estarnos indicando y que nos diferencia de los brutos. Los animales no entienden, por ejemplo, el defecto físico que tengan; un ser humano lo entiende, lo asimila y en su mente permanece la idea de que él no es conforme los otros son. También lo experimentamos con otros sucesos. Nos repele y disgusta la injusticia y aplaudimos el triunfo de la virtud. Sin embargo, hay también sensaciones que ni son buenas ni son malas. Son indiferentes, como cuando pasamos por delante de un cuadro con el cual estamos familiarizados. Estas sensaciones indiferentes son muy numerosas, pero el utilitarista no reconoce sino la pena o el placer que le causa, con lo cual mutila buena parte del orden sensitivo directamente imperceptible. Pero tiene otra falla: la civilización ha florecido a causa de que el criterio racional, informado y culto, ha prevalecido sobre el criterio de la sensación. Cuando los griegos desarrollaron la idea de las proporciones en el arte, lo hicieron por la razón, no por la sensación. Se produjo, entonces, la conquista de la razón, no la del sentimiento. El utilitarista es incapaz de asimilar este criterio porque no lo reconoce, pues para él sólo opera el principio de la sensación de placer o dolor. Entonces, el error sustancial del utilitarista consiste en calificar los hechos por sus resultados sensibles: es decir, que la sensibilidad decide y la razón sanciona, cuando debe imperar el criterio opuesto: que la razón decide y la sensibilidad sanciona, como cuando la sensación ha desaparecido y persiste un recuerdo que nos hace sentir bien o mal. Pero otro error del utilitarista es no poder reconocer que el mártir puede sentir gozo con el tormento infligido por sus torturadores, como cuando los cristianos de la antigua Roma cantaban al encendérseles como antorchas en los tiempos de Nerón.

Esto nos conduce a otras consideraciones. La razón debe indagar si entre el bien y el placer puede existir una relación natural, necesaria y buena; y si entre el mal y el dolor puede existir también una relación natural, necesaria y favorable a nuestra existencia y, por tanto, buena también. Así, todo desorden orgánico se anuncia por una pena especial que nos persuade a reposar o a curarnos. Por tanto, el dolor puede ser un bien, porque es fuerza natural que nos impulsa a apartarnos del mal. Si el dolor no existiese, la humanidad ya habría perecido, porque el hombre estaría tan desprotegido como el que más. Entonces, el dolor sería malo, si el mal no existiese, y el dolor puede ser bueno, porque el mal existe. Pero, claro, con esto no estamos afirmando que, dadas ciertas circunstancias, el dolor también pueda ser malo, como cuando se anexa a hechos benéficos que no debieran producir dolor.

Pero el placer puede ser también un mal cuando se anexa a actos nocivos, porque hay trastornos en la relación entre el bien y el placer, sentado que el bien consiste en el orden y no en el desorden. Comprendemos, entonces, que el placer y el dolor no son elementos esenciales del bien y del mal, sino complementarios o instrumentales. Pero ni Bentham, ni sus seguidores, modernos o no, comprenden cómo el dolor puede ser cosa buena y un placer cosa mala, porque ¿acaso no existen los placeres de la venganza y la malevolencia?

Sin embargo, algunos han de juzgar que no todos los pueblos, todas las escuelas, todos los hombres, califican de un mismo modo, sin discrepancia alguna, el bien y el mal. Pero esto no es enteramente cierto. Los hombres no disienten esencialmente en su modo de ver el bien y el mal, sino en la aplicación de reglas que les son comunes. Por ejemplo, los esquimales juzgan bueno dar muerte a los ancianos que no pueden valerse por sí mismos. Esto lo único que prueba es que este pueblo aplica erradamente la noción moral, porque mal entiende el favor que debe a sus semejantes. Creen que es favor para un anciano inútil sacarlo de sus penas dándole la muerte y restituyéndole la felicidad. Lo mismo ocurre con aquellos pueblos donde la viuda se quema en la pira del esposo difunto. Por eso, quien dice que un juez, por ejemplo, ha sentenciado mal, está afirmando la existencia de una ley que todos comprenden como conveniente al vivir organizadamente y que todos asimilan con el deber de justicia. Entonces, si dos hombres juzgan un mismo acto como “injusto” y “justo”, respectivamente, la diferencia en el juicio está en el extravío de la razón, no en la invalidez del objeto mismo. El antropófago que sale a cazar hombres para devorarlos, podría, de lo contrario, defenderse con las mismas razones que el hombre que caza conejos para alimentarse. Por eso, los que niegan el criterio universal de la conciencia, mucho menos pueden fundarlo en la sensibilidad. ¿Hay acaso algún pueblo que repute virtuoso la cobardía y útil el suicidio? ¿O hay antropófagos que devoren los hombres de su propio pueblo?

Pero entre Bentham y el esquimal que mata al anciano, existe una diferencia: el esquimal mata, aun contra su sentimiento natural, porque se cree obligado a redimir a su semejante; Bentham, o Harsanyi, en cambio, podrían hacerlo si el acto mismo les causara placer, a juzgar por su filosofía. Entonces, si el salvaje interpreta y mal aplica la ley, Bentham niega el criterio universal de la conciencia. El primero, reconoce los deberes; el segundo, los detesta. El salvaje puede actuar con un mal sentido del altruismo, pero Bentham y los utilitaristas son egoístas netos en estado puro. Por ello el utilitarismo no es una mala interpretación de la justicia, no es una imperfección de la conciencia, o una ignorancia del intelecto; el utilitarismo es una negación absoluta, una apostasía de la razón, una contumacia del intelecto. Seguiremos diciendo por qué, y con mayor abundancia.

Según Bentham, “que la esclavitud sea agradable a los señores es un hecho que no puede dudarse… pero que sea desagradable a los esclavos es otro hecho no menos cierto…” (1*) ¿Y qué podemos deducir de este análisis? Dos cosas: que la esclavitud es buena y que la esclavitud es mala. ¿Y cómo resolvemos el dilema? Hay cuatro formas: 1) Prescindir de los resultados, y juzgar la esclavitud en sí misma de manera absoluta; pero el principio de utilidad lo impide, porque lo bueno y malo (o el dolor y el placer) es relativo. Es decir, el utilitarismo rechaza los conceptos absolutos. 2) Poner en el plato de la balanza todas las penas y los goces de la esclavitud para saber cuál pesa más, pero, como nadie conoce los números de tales goces y penas —y los mismos varían de señor a señor y de esclavo a esclavo— esto es un imposible práctico y teórico. 3) Fijarnos en sólo una clase de resultado, prescindiendo de los demás, pero esto resulta arbitrario. 4) Entonces, la única forma de decidirlo es recurriendo a la idea de la justicia. Pero si la justicia es sólo un acuerdo roussoniano entre los hombres, bien podríamos concluir que la esclavitud es buena, porque si se reputara lícita.

¿Por qué, entonces, a los utilitaristas no les resulta más sencillo averiguarlo consultando las luces naturales de la razón, o las sobrenaturales de la fe? ¿Podemos impunemente negar el recurso religioso sin que desemboquemos en la conclusión de que la esclavitud no tiene carácter moral alguno? Y si esto se hiciera, ¿no es equivalente a decir que una cosa puede ser y no ser a un mismo tiempo, que la verdad y el error son opuestos y, al mismo tiempo, idénticos, que no hay principios sino hechos, que no hay moral, sino costumbres?

Negada la ley natural, como la niega el utilitarista, no hay deberes ni derechos humanos, ni nadie es responsable de sus actos. La única regla de conducta son las inclinaciones naturales, v. gr., la consecución del placer. Pero esta regla no implica obligación, pues uno puede darse gusto buscando el placer, o darse gusto no buscándolo. Entonces, si esta es una regla de conducta y el hombre no tiene el deber de seguirla, nos preguntamos, ¿puede ser ley un enunciado que se contradice a sí mismo?

Ahora bien, ¿qué ocurre cuando la acción que ejecuta un hombre en busca de placer tropieza con la opuesta que otro ejecuta en busca del mismo placer? No cabe sino una respuesta: se habrá de imponer el que más fuerza tenga. El poder se convierte en derecho. Es el regreso a la ley de la selva. Y esto es a lo que conduce el utilitarismo.

Estos razonamientos nos dan la clave con la que debemos interpretar el sistema ético del utilitarismo y que en próximo escrito aplicaremos a la política: que no es una filosofía sino una ideología. Filosofía no es, porque viola lo más elemental en ella: el principio de no contradicción, como ha quedado demostrado y porque sus propios postulados no resisten unas más amplias consideraciones analíticas.

(1*) Jeremy Bentham, The Collected Works of Jeremy Bentham, Oxford University Press. Leg., Tomo 3, p. 146.

Artículo primeramente publicado en el Boletín Nº 33 de AFÁN