«Ucrania, doble víctima»
Con la tragedia actual de Ucrania el pensamiento se me ha ido, una vez más, a la que se llamó Iglesia del Silencio. Y al mártir cardenal Josyf Slipyj, fallecido en Roma en 1984 tras un calvario de persecución en la Siberia soviética. Pertenecía a la parte greco-católica de la iglesia oriental, y siempre estuvo en las listas de los príncipes de la Iglesia considerados como «papables». Fue un dechado de virtudes extraordinarias: sufrió lo indecible, desde trabajos forzados a torturas sin cuento. Y su vida sirvió de inspiración al australiano Morris West para escribir «Las sandalias del pescador». una joya de la literatura y más tarde del cine.
Ahora estamos en la misma dimensión de tragedia, pero con alguna variable.
Ucrania ha sido siempre muy suya, pero vinculada por etnia y geografía a su vecina Rusia. Se hablan los dos idiomas, y ha estado muchos lustros en manos de los caciques del soviet. Incluso bastantes ucranianos de los que viven hace tiempo entre nosotros preferían el sistema anterior, que ellos han vivido, a la corrupción política que ha imperado en su tierra desde que se desligaron del Kremlin. Escribo por experiencia propia. Pero también es justo reseñar que ha vivido en su seno un espíritu nacional ucraniano que un día de los años 70 del pasado siglo me relataba a mí un viejo general que había pertenecido a su ejército y que trataba de difundir por todo el mundo occidental. Aquel veterano militar pretendía extender la idea de que su patria no quería ser ocultada o aniquilada por la bota revolucionaria del Gran Proletariado.
La primera tragedia
Ucrania es más grande que España, y tiene una población parecida. Ha estado siempre pegada a un monstruo político, desde los zares del pasado a los comunistas de 1917, que comenzaron su periplo histórico degollando a los reyes, como sus antecesores en las Tullerías parisinas. Pero la naturaleza le dotó de un granero envidiable y de unas características que el soviet aprovechó muy bien para destacar allí la gran energía nuclear, que después se convirtió en tragedia tras el escape de Chernobyl. Para Stalin era un territorio imprescindible, porque apuntalaba parte de su estructura política. Y dedicó gran parte de su tiempo a «sovietizar» a sus habitantes mediante la inhalación de un aliento prorruso, que se culminó con la entrega inesperada -dicen que tras una bacanal de vodka de kruschev- de la península de Crimea.
Aquella sovietización lo fue en todo. Desde la escuela hasta el ejército. Y así han sido generaciones enteras las que se han formado en sus centros de enseñanza. Con la caída del Muro de Berlín, Ucrania empezó a pensar -o más bien imaginar- en los bienes del sueño occidental. Cosa que aprovechó de maravilla el gigante norteamericano para intentar seducir a esa naciente ilusión con la OTAN, una fuerza militar increíble instalada a escasos kilómetros de Moscú. Cuando Kennedy se encontró con esa papeleta en Cuba no paró hasta que levantó los misiles, incluido el fracaso de Bahía de Cochinos. Y cuando Putin se ha enterado de los mismo, o parecido, ha tomado a sangre y fuego, sin miramientos, al más puro estalinismo salvaje, a su vecina y prima carnal que se declaraba ya abiertamente hostil a los fines del antiguo agente de la KGB.
La segunda tragedia
Ucrania la gobierna, en medio de una morgue que se va haciendo más grande por días, por horas, un cómico televisivo que se gana a la opinión pública porque resiste y aguanta. Es el último de una lista de candidatos que han estado trufados de corrupción, que es de origen ruso y que se formó en los pupitres del soviet. Allí, en medio de la tensión insoportable de su país por liberarse de la presión de la actual KGB renovada, y de la terrible impresión que producen los cadáveres descuartizados, se ha acordado de Guernica y de su bombardeo en 1937 por dos razones: porque es el único conocido por sus mentores mediante el uso y abuso de la agitación y la propaganda, y porque lo puso en circulación otro comunista, Pablo Ruíz Picazo, un español renegado de sus orígenes que tuvo dos épocas en su vida: la de la «época azul», cuya brillantez se puede contemplar en el Barrio Gótico de Barcelona, o la de la «imbecilidad de los que contemplan su última obra» -en palabras propias- . Una de éstas es su cuadro «Guernica», que no es propio, sino plagiado de un dibujo que él compró en un rastrillo de viejo y que se titulaba «La feria de Cuernicabra». Y del que existen pruebas irrefutables.
La destrucción actual de Ucrania es un hecho monstruoso. Las bombas que caen allí son terribles, como las que cayeron en Guernica en 1937, con 109 muertos, o en Cabra de Córdoba, con 120, cuando la guerra ya estaba terminándose en el Ebro y la República -ya sovietizada- no necesitaba reducir a cenizas nada. O como las que cayeron en Dresde cuando, en la II Guerra Mundial, Hitler ya estaba derrotado, o las que lanzaron los promotores de la OTAN de hoy en Hiroshima y Nagasaki, y de las que parece, por su silencio y aparente impunidad histórica, que no mataron a nadie. Pero Ucrania y su pueblo valiente tiene dos tragedias, no sólo la de Putin.
Artículo primeramente publicado en el Boletín Nº 33 de AFÁN
Periodista por la Universidad Complutense de Madrid comienza su trabajo profesional en la revista «Semana» con 19 años, y después pasa a la revista Fuerza Nueva, donde participa en la elaboración de su número 0 y de la que es actualmente director. En sus trabajos periodísticos ha sido enviado especial por Europa, África y América. Cronista parlamentario, vivió toda la jornada del 23-F como testigo de excepción. Ha sido distinguido con el Premio Nacional de Periodismo.