En la actual crisis sanitaria las autoridades estatales y regionales están teniendo que tomar decisiones, que con mayor o menor acierto pretenden el bien común de la sociedad adoptando las medidas que puedan evitar de una manera u otra la propagación de la pandemia y por tanto la muerte de personas a quienes les puede afectar de forma más crítica.

Estas decisiones, adoptadas durante la primera ola en los meses de marzo, abril y mayor por el gobierno de la Nación, y más tarde, durante la segunda y tercera, en la que todavía estamos sumidos, por las comunidades autónomas al amparo del estado de alarma decretado por el gobierno, están suponiendo en muchos casos una limitación de los derechos fundamentales de los ciudadanos, bien sean los de movilidad y libre circulación, o bien de los de libertad de empresa en otros casos.

Como consecuencia de estas restricciones, todos los sectores económicos se están viendo afectados negativamente al igual que el conjunto de la economía nacional, y también, por qué no decirlo, la mundial, salvo raras excepciones.

En nuestro caso, los sectores más castigados están siendo el turismo (pieza básica de nuestra economía y prácticamente desaparecido), la hostelería (dentro del anterior, y además parte intrínseca de nuestra vida social) y el comercio, directamente durante el confinamiento de la primera ola e indirectamente durante la segunda y la tercera.

Cuando aún no está claro el origen último de la pandemia, no parece que sea fácil buscar posibles culpables de los perjuicios causados, pero en cualquier caso, no tiene sentido acusar a unos poderes políticos u otros, porque va a ser muy difícil, por no decir imposible, decidir quién hizo o dejó de hacer algo para provocar o evitar todo lo que está pasando.

A nivel de nuestra comunidad, entendiendo por ésta el conjunto de España, la sociedad en su conjunto juzgará cuando llegue el veredicto de las urnas, quién lo hizo bien y quién lo hizo peor gobernado en sus respectivos ámbitos.

Pero lo que sí está muy claro es que no hay un grupo de personas, dentro de nuestro ámbito, a quienes se pueda acusar de provocar los contagios. Todos podemos cometer imprudencias y aunque no las cometamos, nada nos libra de llegar a contagiarnos, pues no podemos dejar de relacionarnos con nuestros semejantes, y la relación social es necesaria para la salud mental de los humanos. No podemos dejar de vivir.

Hay que entender que las medidas que se han tomado y que habrá que seguir aplicando son por el bien común o el interés general. Pero al igual que cuando se hace una obra pública de interés general, y su ejecución permite a la Administración a privar a algunos ciudadanos de sus derechos económicos o de propiedad privada, en el caso de la pandemia también esas medidas están privando a muchos ciudadanos de sus derechos económicos, en éste caso el derecho a explotar y ganarse la vida con un negocio.

Los cierres obligatorios a los que se está sometiendo a la hostelería son una expropiación en toda regla. Se está privando a individuos y empresas de poder abrir el negocio con el que se ganan la vida. Si las medidas son más o menos necesarias o acertadas, es algo que no nos compete juzgar, pero al igual que ocurre cuando se instruye un expediente de expropiación, el cual tiene que serlo por causa de interés general, la Administración actuante tiene que pagar un justiprecio, es decir el precio que se estime justo por el perjuicio causado.

Así lo determina el artículo primero de la Ley de 16 de diciembre de 1954 sobre expropiación forzosa: «Es objeto de la presente Ley la expropiación forzosa por causa de utilidad pública o interés social a que se refiere el artículo treinta y dos del Fuero de los Españoles, en la que se entenderá comprendida cualquier forma de privación singular de la propiedad privada o de derechos o intereses patrimoniales legítimos, cualesquiera que fueren las personas o Entidades a que pertenezcan, acordada imperativamente, ya implique venta, permuta, censo, arrendamiento, ocupación temporal o mera cesación de su ejercicio«.

Se trata de pagar el coste del cierre, sea parcial o sea total, de todos los días que los hosteleros no han podido abrir, y en el caso de la primera ola, también a todo tipo de actividades no esenciales que vieron limitada su actividad. Eso es relativamente fácil de determinar, mediante el procedimiento del justiprecio y en todo caso lo pueden decidir los jurados provinciales de expropiaciones que existen para tal fin.

Los hosteleros no tienen por qué pagar el pato de unas medidas que se adoptan en beneficio de la sociedad, pero que les afectan directamente a ellos. Tenemos que pagar la «fiesta» entre todos, y no «dejar atrás» a este sector que no tiene la culpa de lo que está pasando.

En el caso de los sectores económicos que se han visto afectados indirectamente por los cierres totales o parciales de la actividad, puede ser admisible el sistema de ayudas que se han arbitrado desde diferentes ámbitos administrativos.

Pero para el caso de los cierres obligatorios, no es suficiente dar ayudas que pueden paliar o no el coste del cierre, ni de facilitar créditos que luego habrá que devolver. No es suficiente y tampoco es justo, ya que se trata claramente de una expropiación.

Estas últimas semanas las organizaciones empresariales del sector hostelero anuncian que se están planteando estas reclamaciones, las cuales consideramos justas y esperamos que lleguen a buen fin.

Y lo mismo que se ha dicho para la hostelería cabría decir del turismo y del comercio en general, si bien en estos casos es más difícil de determinar la cuantía económica por tratarse de efectos indirectos en su mayor parte, aunque no dudamos que quien pueda hacerlo, presentará sus justas reclamaciones a la Administración.

Creo que exigir que se pague el justo precio por perjuicio causado sería la mejor manera, aunque no la única, en la que las administraciones pueden apoyar a este sector que se encuentra al límite de la ruina económica y al borde de la desesperación.