Hubo un tercer elemento que no debe ser ignorado. Estuvo presente, en efecto, desde las primeras escenas del drama, aquel Enemigo que ensució las leyendas con el pecado y congeló las teorías con el ateísmo del modo que hemos visto cuando tratamos del culto consciente a los demonios. Al describir este culto y su devorador odio por la inocencia, según se ve en las artes de la brujería y en sus inhumanos sacrificios humanos, ya he descrito alguno de los modos indirectos con que penetró en el paganismo sano; cómo manchó la imaginación mitológica con la lujuria, cómo convirtió en locura el orgullo imperial. Estas dos influencias se hacen sentir en el drama de Belén. Un gobernador del Imperio romano, de sangre oriental, aunque se vista y se conduzca como un romano, siente, en aquella hora, dentro de sí, el horrible espíritu.
Herodes, alarmado por los rumores de que había surgido un misterioso rival, revive el gesto salvaje de los caprichosos déspotas de Asia, y ordena el asesinato de la nueva generación. Todo el mundo sabe la historia, pero no todos han visto su significado. Cuando el tenebroso plan empieza a hacer brillar los ojos de Herodes, puede advertirse que una sombra gris se proyecta detrás de él y mira por encima de su hombro. Su mirada es la de Moloch. Es el Demonio que aguarda el último tributo de la raza de Sem, que en este primer festival de Navidades quiere celebrar también su propia fiesta.
Si no comprendemos bien la presencia del Enemigo, estamos expuestos a falsear la significación de la Navidad. La Navidad, para nosotros los cristianos, ha llegado a ser una cosa dulce, apacible, sencilla, cuando en realidad es algo muy complejo; no es una nota sola, sino el sonido simultáneo de muchas notas: la humildad, la alegría, la gratitud, el miedo místico; pero al mismo tiempo, la alerta y el drama. No es sólo una conmemoración para los pacíficos y los romeros; no es una conferencia de paz hindú. Hay en ella también algo de lucha, de desafío. Algo que hace que cuando las campanas tañen a media noche, su tañido sea tan horrísono como los cañonazos de una batalla, de una batalla que acaba de ganarse. La atmósfera de fiesta que respiramos en las Navidades, como una reminiscencia de la fiesta de aquel sagrado día, no puede hacernos olvidar que la fiesta del Nacimiento se celebró en una caverna.
Verdad es que esa caverna era un refugio contra los enemigos, y que esos enemigos recorrían ya la pradera pedregosa que se extendía sobre ella, como un cielo. Que los cascos de los caballos de Herodes pasaron como un trueno sobre la cabeza de Cristo. Pero esa caverna era como una fortaleza subterránea, adelantaba en el campo enemigo. Herodes, inquieto, sentía que el ataque venía de debajo de tierra, y que como en un terremoto, su palacio se hundía con él.
Este es, acaso, el mayor de los misterios de la caverna. Aunque los hombres busquen el infierno debajo de la tierra, en esta ocasión era el cielo lo que buscaban. Algo así como un cataclismo de los cielos, la paradoja de la posición completa; que, desde entonces, lo más excelso trabaja en el interior. La realeza sólo puede volver a su ser por una especie de rebelión. Así, pues, la Iglesia, en sus comienzos, no es una soberanía, sino más bien una rebelión contra el príncipe del mundo. Luchaba, en realidad, contra una usurpación obscura e inconsciente, que fue la que originó la rebelión. El Olimpo permanecía suspendido en el firmamento, como una nube blanca y quieta de formas suntuosas. La filosofía estaba aún encumbrada en lo más alto, en los tronos reales, mientras Cristo nacía en una cueva y la Cristiandad en las catacumbas. Los orígenes de la rebelión eran obscuros.
La gran paradoja de la caverna es ésta: por un lado, es un agujero, un rincón
despreciable, donde los sin patria se amontonan como escorias; por otro, es como un palacio encantado, como algo muy valioso que los tiranos buscan como un tesoro. El posadero envía a ese rincón a los parias, porque no quiere acordarse de ellos; el rey va a buscarlos allí, porque no los puede olvidar. Esta paradoja es la iniciación de la vida de la Iglesia. Era importante, cuando era aún insignificante, cuando era aún impotente. Y era importante porque era intolerable, y justo es decir que era intolerable porque, a su vez, era intolerante. Se la odiaba, porque secreta y calladamente había declarado la guerra, porque se había alzado para destrozar los cielos y la tierra del paganismo. No es que quisiera destruir esa creación de oro y mármol, pero pensaba que el mundo podía pasarse sin ella, y miraba a través del oro y el mármol, como si hubieran sido cristal. Los que calumniaron a los cristianos, acusándolos del incendio de Roma, estaban más cerca de la verdadera naturaleza de la Iglesia, que los modernos profesores que nos dicen que los cristianos son una especie de sociedad ética, y que fueron martirizados por predicar de un modo lánguido el amor a nuestros semejantes.
Herodes tiene su papel en la comedia milagrosa de Belén, porque significa la amenaza a la Iglesia militante y nos la representa, desde un principio, perseguida y obligada a luchar por su vida.
Y los que piensen que esto es una nota discordante, recuerden que esta nota suena, simultáneamente, con las campanas de Navidad; y si piensan que la idea de la Cruzada hace daño a la idea de la Cruz, les diremos que la idea de la Cruz está dañada sólo para ellos, dañada, digámoslo así, desde la Cuna.
Y esto es lo que nos proponíamos en este lugar. Reunir la combinación de ideas que edifican la idea cristiana y católica, y hacer notar que todas ellas han cristalizado en la bella historia de la Navidad. Hay dos cosas distintas que forman, sin embargo, una sola cosa. La primera es el intento humano de que un cielo ha de ser algo tan local y recogido como un hogar. Es la idea que persiguen todos los poetas y todos los mitos paganos: que un paraje cualquiera pueda ser el altar de un dios o la habitación de un bienaventurado. Yo no comprendo por qué el racionalismo se niega a satisfacer esta necesidad.
El segundo elemento de este estudio es la realización de una filosofía más vasta que las demás filosofías: más vasta que la de Lucrecio, e infinitamente más vasta que la de Spencer. Por ella se mira el mundo a través de miles de ventanas, mientras los antiguos estoicos y los modernos agnósticos no disponen más que de una.
El tercer punto es que, al mismo tiempo que reúne la localización de la poesía y la amplitud mayor de la más amplia filosofía, es también una lucha y un reto. Porque si, deliberadamente, está dispuesta a abrazar cualquier aspecto de la verdad, está inflexiblemente dispuesta a batallar contra cualquier aspecto del error. Requiere a todo hombre para que luche por ella, y requiere toda clase de armas para esa lucha. Proclama la paz en la tierra, pero no olvida nunca por qué hubo guerra en los cielos.
Esta es la trinidad de verdades simbolizadas aquí por tres personajes de la vieja historia de la Navidad: los pastores y los Reyes y aquel otro rey que asesinó a los niños.
Sencillamente, no es verdad que las otras religiones y las filosofías sean, en este aspecto, rivales suyas. No es verdad tampoco, que cualquiera de ellas reúna esa combinación de caracteres. El budismo se jacta de ser en igual grado místico, pero no aspira a ser en igual grado militante. El islamismo se jacta de ser en igual grado militante, pero no quiere ser en igual grado metafísico y sutil. El confucianismo se jacta de satisfacer la sed de orden y de razón de los filósofos, pero no puede satisfacer la sed de los místicos de milagro, sacramento y consagración de cosas concretas. Son muchas las evidencias de la presencia de un espíritu, a la vez universal y único.
Resumiendo: no hay ningún motivo en la leyenda pagana, ni en el anecdotario filosófico, ni en el acontecimiento histórico, capaz de impresionarnos tan profundamente como la palabra Belén; que ningún nacimiento o niñez de un Niño Dios o de un sabio puede emocionarnos como la Navidad. Porque aquellos serán siempre o demasiado formales y clásicos o demasiado sencillos y salvajes o demasiado cultos y complicados. Nadie, cualesquiera que sean sus ideas, aceptará esos hechos como algo íntimo y propio.
La verdad es ésta: que, en este episodio de la naturaleza humana, que es el Nacimiento, hay un carácter individual y peculiarísimo, algo psicológicamente sustancial, que no puede interpretarse como una mera leyenda o la simple historia de la vida de un gran hombre. Porque no inclina nuestras mentes, sistemáticamente, a la grandeza, hacia esa admiración ampulosa y exagerada de los reyes y de los dioses, a que, en todas las edades, se encontró propicia la mente humana, sino que es algo consustancial en nosotros, que nos sorprende desde dentro de nuestro propio ser, como si, explorando nuestra habitación espiritual, diéramos, de pronto, con un aposento ignorado hasta entonces, del que saliera una clara luminosidad. Algo que, aun a los más endurecidos corazones, traiciona con una irresistible atracción hacia el bien. Algo que no está hecho con lo que el mundo llamaría “materia fuerte”. Algo que es todo lo que hay en nosotros de ternura eterna. Algo que es la palabra rota y la razón perdida, que se concretan y se hacen positivas. Algo por lo que los reyes exóticos llegaron de un país lejano y por lo que los pastores dejaron sus correrías por la montaña, y por lo que la noche y la caverna imperaron solas, recibiendo algo que era más humano que la Humanidad misma.
Gilbert Keith Chesterton, más conocido como G. K. Chesterton, escritor y periodista británico de inicios del siglo XX. Cultivó, entre otros géneros, el ensayo, la narración, la biografía, la lírica, el periodismo y el libro de viajes. Se han referido a él como el «príncipe de las paradojas».
Se convirtió al catolicismo creando un gran escándalo y la conversión de otras personalidades. La frase siguiente resume su posicionamiento: «Nosotros realmente no queremos una religión que tenga razón cuando nosotros tenemos razón. Lo que nosotros queremos es una religión que tenga razón cuando nosotros estamos equivocados…»