Todavía queda otra extraña y bella historia. Los filósofos han llegado de las tierras de Oriente, coronados con la majestad de reyes y vestidos con el misterio de los magos. Su misterio es tan melodioso como sus nombres: Melchor, Gaspar y Baltasar. Los acompaña toda la sabiduría, que han mirado en las estrellas de Caldea y el sol de Persia. En ellos vemos la misma curiosidad que impulsa a todos los sabios. Los anima el mismo ideal humano que los animaría si sus nombres fueran Confucio, Pitágoras o Platón. Eran de los que buscan no la leyenda, sino la verdad de las cosas. Su sed de verdad era sed de Dios, y tuvieron su recompensa. El premio fue ver completo lo que estaba incompleto. En sus propias tradiciones y en sus propios razonamientos, encontraban confirmado que aquello era la Verdad. Confucio habría encontrado un nuevo fundamento de la familia, en la Sagrada Familia. Buda hubiera visto nuevas renunciaciones: de estrellas, mejor que de joyas; de divinidades, más que de realeza.

Todos los sabios hubieran tenido el derecho de decir, o mejor un nuevo derecho a decir que sus antiguas enseñanzas eran verdad. Pero los sabios habían venido a aprender, habían venido a completar sus conceptos con algo que antes no se concebía. Buda hubiera descendido de su impersonal paraíso, para adorar a una persona. Confucio habría dejado sus templos de adoración al pasado, para adorar a un Niño.

El nuevo cosmos era más amplio que el viejo cosmos, porque el Cristianismo es mayor que la creación, tal y como era antes de Cristo; porque en él se incluyen las cosas que eran y las que no eran. Vale la pena insistir en este punto, estableciendo una comparación con la creencia piadosa de los chinos, que es semejante a las virtudes de otras creencias paganas. Nadie ignora que forma parte de nuestras doctrinas un razonable respeto a los padres; del que participó Dios mismo durante su niñez en lo que atañe a sus padres terrenales. Pero en lo que respecta al amor de los padres hacia Él, la idea es completamente distinta a la de la creencia confuciana. El niño Cristo no es nunca semejante al niño Confucio: nuestro misticismo le concibe en una eterna infancia. A Confucio no se le hubiera aparecido nunca el Niño, como llegó a los brazos de San Francisco.

La Iglesia contiene todo lo que el mundo no contiene. La propia vida no atiende tan bien como la Iglesia a todas las necesidades del vivir. La Iglesia puede enorgullecerse de su superioridad sobre todas las religiones y todas las filosofías.

¿Dónde tienen los estoicos y los adoradores del pasado un Santo Niño?

¿Dónde está la Nuestra Señora de los Musulmanes, la mujer que no fue hecha para ningún hombre, y que está sentada por encima de todos los ángeles? (…)

Y lo mismo en las filosofías o herejías modernas. ¿Cómo lo hubiera pasado Francisco el Trovador entre los calvinistas y aún entre los utilitarios de la escuela de Mánchester? ¿Cómo lo hubiera pasado Santa Juana de Arco, una mujer que esgrimía la espada y conducía a los hombres a la guerra, entre los cuáqueros o la secta tolstoiana de los pacifistas? Y, sin embargo, hombres como Pascal y Bossuet son tan lógicos y tan analistas como cualquiera de los calvinistas o utilitaristas, e innumerables Santos católicos han pasado su vida predicando la paz y evitando la guerra.

Otro tanto sucede con las ultramodernas tentativas de nuevas religiones. Ninguna ha sido capaz de hacer una cosa que, aun siendo mayor que el Credo, no deje algo afuera (…)

Hay que registrar, además, el importante hecho de que los Magos, que representan en el Nacimiento el misticismo y la filosofía, están impulsados por el afán de indagar algo nuevo, y encuentran, realmente, algo inesperado. Porque en esta idea de búsqueda y de descubrimiento que inspira la Natividad, se llega, en efecto, al descubrimiento de una verdad científica. En las otras figuras místicas de la milagrosa comedia —en el ángel y en la Madre, en los pastores y en los soldados de Herodes—, podrán verse aspectos a la vez más sencillos y sobrenaturales, más elementales o más emocionantes. Pero a los Reyes de Oriente hay que considerarlos en su afán de sabiduría; la luz que van a recibir va, derechamente, al intelecto. Y la luz es ésta: que el credo católico es el único católico y nada más que católico. La filosofía de la Iglesia es universal. La filosofía de los filósofos no lo es. Si Platón o Pitágoras o Aristóteles hubieran podido recibir un instante la luz que salía de la pequeña cueva, se hubieran convencido ellos mismos de que su propia luz no era universal. El descubrimiento de esta gran verdad es lo que da su tradicional majestad y misterio a las figuras de los Reyes; el descubrimiento de que la religión abarca más que la filosofía, y que esta religión es la que más abarca de todas las religiones. La gran paradoja del grupo que contemplamos en la caverna es que mientras nuestra emoción tiene una simplicidad infantil, nuestros pensamientos se enlazan en una complejidad sin fin, y nunca podemos llegar al fin de nuestras propias ideas, acerca de la paternidad del niño y de la niña madre.

Contentémonos con decir que la mitología vino con los pastores, y la filosofía con los filósofos, y que ambas se fundaron en el reconocimiento de la religión.