Este bosquejo de la historia humana comenzó en una caverna: la ciencia popular asocia la caverna con el hombre de las cavernas, y en ellas se han descubierto arcaicos dibujos de animales. La segunda mitad de la historia humana, que equivale a una nueva creación del mundo, comienza también en una caverna. Y para que la semejanza sea mayor, también en esa caverna hay animales. Porque se trata de una cueva usada como establo por los montañeses que habitan las tierras altas de los alrededores de Belén, y que todavía, en estos tiempos, recogen en cuevas su ganado al llegar la noche.

A ella llegó, una noche, una pareja sin hogar, y tuvo que compartir con las bestias aquel refugio subterráneo, después de que las puertas de todas las casas del pueblo se habían cerrado ante sus súplicas. Aquí fue, debajo de la tierra pisada por los indiferentes, donde nació Jesucristo. Pero en esta segunda Creación había, sin duda, algo de simbólico, como en las rocas primitivas. Dios fue también un hombre de las cavernas; también Él dibujó figuras extrañas de criaturas de caprichoso colorido sobre los muros del mundo; pero a estas figuras les dio vida luego.

La leyenda y la literatura, inagotables, han repetido hasta la saciedad las variantes de esta paradoja: que las manos que hicieron el sol y las estrellas fueron tan pequeñas que no pudieron siquiera llegar a las cabezotas de las bestias, que estaban en torno a su cuna. Sobre esta paradoja, sobre esta humorada, diríamos mejor, se funda toda la literatura de nuestra fe. La humorada escapa a toda crítica científica; tiene todas las virtudes de la verdad, salvo que no es verdad.

El contraste entre la creación cósmica y el nacimiento infantil y minúsculo ha sido repetido, reiterado, subrayado, cantado y salmodiado en cientos de miles de himnos, ritos, cánticos, poemas, descripciones y pinturas. Por ello se necesita un espíritu crítico muy superior para emanciparse de la sugestión constante de la asociación de ideas. Algo debemos decir a este propósito, porque en ello está fundada la tesis del libro. Los críticos modernos conceden una gran importancia a la educación en la vida y a la psicología en la educación. Están hartos de oírnos que las primeras impresiones son las que fijan un carácter, y señalan, como ejemplos angustiosos, el del muchacho que turba su sentido visual con los colores falsos de un prisma, o cuyos nervios son, prematuramente, sacudidos por un estridor cacofónico. Nosotros fundamos una diferencia fundamental entre nacer cristiano o nacer judío, musulmán o ateo.

Los católicos han aprendido todo en los cuadernos, en las estampas. Los niños protestantes lo han aprendido en los relatos, y una de las primeras impresiones que ha recibido su imaginación ha sido esta  combinación increíble de ideas contrastadas. No se trata, simplemente, de una diferencia teológica: es una diferencia psicológica.

Los agnósticos y los ateos, que en su niñez han conocido el Nacimiento, que han asistido a esta fiesta cristiana, no podrán nunca impedir, por muchos esfuerzos que hagan, que en su mente se opere esta asociación de ideas la idea de un niño y la idea de una fuerza desconocida capaz de sostener las estrellas. Su instinto y su imaginación realizarán, inmediatamente, esta asociación de ideas, por mucho que su razón trate de convencerse de que no hay necesidad de realizarla. Más aún: la simple visión de un cuadro, que represente una madre con un niño; tendrá para él un sabor de religión, y de la misma manera experimentará una sensación de piedad, de ternura, con la sola mención del nombre de Dios. Aunque ambas ideas no tengan necesaria ni naturalmente que ir combinadas. Necesariamente, no irán asociadas en la imaginación de un chino o de un griego antiguo, aunque se tratara de Aristóteles o Confucio.

Sin embargo, se han creado en nuestra mente porque somos cristianos y a consecuencia de la Natividad. Es decir, que, psicológicamente, somos cristianos, aun cuando, teológicamente, no queramos serlo. Hay una gran diferencia entre el hombre que sabe y el que no sabe. Es indispensable que esa diferencia exista entre el musulmán o el judío y nosotros, porque en nuestro particular horóscopo se verifica ese cruce de dos luces particulares, esa conjunción de dos estrellas. Omnipotencia e impotencia, o divinidad e infancia, forman, definitivamente, una especie de epigrama, que no puede borrarse ni desfigurarse por millones y millones de veces que se repita. Belén es, enfáticamente hablando, el lugar donde los extremos se tocan.

Aquí comienza —no hace falta decirlo— una nueva influencia para la humanización del Cristianismo.

Si el mundo necesitara tomar un aspecto del Cristianismo que no diera lugar a controversias, seguramente elegiría la Natividad. Y no hace falta hablar de lo que podría estimarse un aspecto controvertible (no quiero en ningún momento de mi razonamiento imaginar por qué): del respeto a la Santísima Virgen. Cuando yo era niño, una generación más puritana se opuso a la colocación sobre una iglesia parroquial, de una estatua que representaba a la Virgen y al Niño. Después de muchas controversias, se transigió con que se suprimiera al Niño. Se creía que la Madre era menos peligrosa al desposeerla de lo que constituía una especie de defensa suya. Pero es inútil. No se puede arrancar de los brazos de la estatua de una madre la figura de su recién nacido. No se puede alejar de ella. De la misma manera, no se puede suspender en el aire la idea de un recién nacido, aislarla, desmenuzarla. No se puede llegar al hijo sino a través de la madre. Si pensamos en Cristo en este aspecto, la idea le sigue, como en la historia. No se puede arrancar la idea de Cristo de la idea de la Natividad, y, como en los cuadros antiguos, estas dos cabezas están demasiadas juntas, demasiado unidas, para que sea posible establecer una separación entre los halos luminosos que las circundan.

Todas las miradas de admiración y de adoración que estaban desparramadas hacia afuera, hacia las cosas grandes, se vuelven ahora hacia dentro, hacia las cosas pequeñas. Dios, que había sido una circunferencia, es considerado como centro; y un centro es infinitamente pequeño. La espiral espiritual procede de afuera hacia adentro, no de adentro hacia afuera. Es centrípeta, no centrífuga. La fe se convierte, en muchísimos aspectos, en una religión de cosas pequeñas. Pero sus tradiciones, consagradas, certifican, suficientemente, esa maravillosa paradoja que significa la Divinidad en la cuna. Quizá no se ha concebido tan claramente la significación de la Divinidad en la caverna.

Se ha tratado de reproducir la escena de Belén con la mayor puntualización del tiempo y del lugar, del paisaje y de la arquitectura. Pero mientras todos han coincidido en que se trataba de un establo, no muchos han sabido que se trataba también de una caverna. Algunos críticos han creído ver una contradicción entre el establo y la caverna, con lo que demuestran saber muy poco de las cavernas y los establos de Palestina. Y como se han visto diferencias donde no las hay, no hay que decir que no se han visto donde las había. Mito o misterio, Cristo nació en una caverna, principalmente porque esto señalaba su posición entre los pobres y los abandonados.

Lo evidente es, como decía antes, que la caverna no ha sido interpretada tan común y claramente como un símbolo, como las demás realidades que rodean a la primera Natividad.

La explicación puede encontrarse en la dificultad que representa el hallazgo de una nueva dimensión. Cristo nació, no sólo en la superficie del mundo, sino “dentro” del mundo. El primer acto del divino drama se desarrolló, no ya en el escenario superficial a la vista del espectador, sino en un escenario obscuro y escondido, lejos de la luz; y ésta es una idea muy difícil de expresar de una manera artística. Lo extraño, en el caso de Belén, es que el cielo estaba debajo de la tierra.

Sería inútil el tratar de decir nada original, nada nuevo, acerca de la concepción de una divinidad nacida como Jesucristo, un caído sin hogar y sin ley, y precisamente con los atributos de la máxima ley y del máximo deber hacia los pobres y hacia los sin ley. En aquel momento es cuando adquiere profunda y real significación la verdad de que no hay ya esclavos. Habrá todavía gentes que lleven este título legal, en tanto que la Iglesia no tenga poder suficiente para rescatarlos; pero ya no existirá el estado de servilismo de los paganos. El individuo adquiere una importancia nueva. Un hombre no puede ser ya un simple medio para un fin. De ninguna manera, el medio para el fin de otro hombre.

Este hecho popular y fraterno tiene su analogía con la historia de los Pastores, que se encuentren un día hablando cara a cara con el Rey de los Cielos. Pero hay otro aspecto del elemento popular representado por los Pastores, que no se ha desarrollado debidamente, y que de un modo más directo se refiere a lo que estamos diciendo.

Los hombres del pueblo, los hombres humildes, como los pastores, han sido en todas partes los que crearon los mitos. Ellos fueron los que sintieron de un modo más directo, sin que la filosofía enfriara su sentimiento, lo que ya hemos dicho antes: que las imágenes eran productos de la imaginación, que la mitología era una especie de búsqueda, que había en la naturaleza algo sobrehumano. Ellos supieron descifrar que el alma de un paisaje es una historia, y el alma de una historia es una personalidad. Pero el racionalismo había destrozado ya estos tesoros de imaginación, realmente irracionales, del hombre rústico, al que con un procedimiento sistemático de esclavitud se le arrancaba de su casa y de su hogar. Sobre todas estas ingenuidades, ha caído un crepúsculo de desilusión. Las Arcadias desaparecen al sacarlas del bosque, Pan ha muerto, y los pastores se han desparramado como sus ovejas. Y, sin embargo, la hora estaba próxima en que todo iba a cambiar, y aunque nadie lo había oído todavía, un grito lejano, en lengua desconocida, iba a hacerse oír sobre las montañas. Los pastores habían encontrado al fin a su Pastor.

Lo que encontraron entonces estaba a tenor con las cosas que veían todos los días. El populacho se ha equivocado en muchas cosas; pero no se ha equivocado al creer que las cosas sagradas tendrían una habitación, y que la Divinidad no necesitaba desdeñar los límites de tiempo y espacio. Los bárbaros que concibieron la fantástica idea del sol captado y encerrado en una caja, o el mito salvaje de aquel dios que era rescatado con la piedra con que se abatía a su enemigo, estaban más cerca del sublime secreto de la caverna y sabían más de las vicisitudes del mundo que todos aquellos hombres de las ciudades mediterráneas, que se habían contentado con frías abstracciones o con generalizaciones cosmopolitas; más que todos los que hilaban delgadísimo el pensamiento con la rueca del trascendentalismo de Plauto o el orientalismo de Pitágoras. Lo que encontraron los pastores no era una academia o una república, no era un sitio donde se hacía la alegoría de los mitos, se los diseñaba o se los desechaba. No; era el lugar donde los sueños eran realidad. Desde aquel día, no hubo más mitologías en el mundo.

Al convertir la comedia de Belén en una égloga latina, no se hizo más que unir los dos eslabones más importantes de la historia humana. Virgilio, como ya hemos visto, representa el paganismo sensato, frente al paganismo insensato que sacrifica al hombre; pero las virtudes virgilianas y su paganismo sensato estaban en incurable decadencia, planteando un problema cuya solución no llegó hasta la revelación a los Pastores.

Si el mundo hubiera podido escoger, al cansarse de ser demoníaco, se hubiera curado, simplemente, con ser sensato. Pero si también se hubiera cansado de ser sensato, ¿qué hubiera sucedido? El suceso esperado es lo que regocija a los pastores de la égloga arcádica. Una de las églogas hasta está considerada como una profecía de lo que iba a producirse. Pero donde encontramos mayor identificación con el gran acontecimiento, es en el tono y en la dicción del gran poeta, y más aún en las propias frases humanas de los pastores virgilianos: Incipe parve puer, risu cognoscere matrem… En ellas se encuentra lo mejor que existe en las remotas tradiciones latinas. Algo más que un ídolo de madera, presidiendo para siempre la familia humana: un Dios y su Hogar. La mitología tiene muchos errores; pero no ha andado equivocada al ser tan carnal como la Encarnación. Con voz parecida a la que se supone resonó en las grutas, puede gritar otra vez: “¡Lo hemos visto, nos ha visto un Dios visible!”, a cuya voz los pastores bailan, alegremente, en las cimas, sobre la frialdad de los filósofos. Pero los filósofos también han oído.